
(publicado en sosperiodista.com 04/2008)
Decimos que alguien es un "maestro ciruela" cuando se empeña en dar a todos lecciones sobre asuntos que conoce poco y mal.
La expresión, que viene muy bien para etiquetar pedantes, nada nos informa acerca del maestro ciruela, salvo que "quiere enseñar y no tiene escuela". En realidad, la frase original no guarda ninguna relación con el ciruelo. Se refiere al pueblo de Siruela, una localidad de Extremadura (España), situada a unos doscientos kilómetros de la ciudad de Badajoz. Ninguno de los trescientos mil siruelenses que hoy la habitan sabe algo acerca de las tribulaciones del personaje. Si fue la falta de edificio escolar o un conflicto docente ocurrido hace siglos lo que lo dejó pegado al dicho. Lo cierto es que el maestro Ciruela -como se lo llamó después- ha quedado como el prototipo del sabelotodo que no sabe nada. Como el inmerecido portador de un apelativo frutal. Como un fantasma extremeño que anda por el mundo tiza en mano a la busca de un lugar con pizarrón.
Que no se me note mucho
que ya no puedo ni verla,
que cada vez que me cruzo,
en hora mala, con ella
en algún noticiero,
en la calle o en las tiendas,
me da al instante un mareo,
el pulso se me acelera,
me sube la adrenalina
y hasta me duelen las muelas..
Sin duda padezco el síndrome
de la maestra ciruela.
Aunque hay que tener buen ojo,
es fácil reconocerla:
en general, va vestida
con una estudiada mezcla
de sobriété y de glamour,
que traducido a mi lengua,
viene a ser un compromiso
entre patín artístico y el Bronx.
Su coté Vogue se le nota
en complementos y prendas,
y su coté de aureola,
en las broncas que te pega.
Yo no sé cómo explicarle,
porque me da la confusión,
que terminé el bachiller,
que ya aprobé la carrera,
y que ya no tengo ganas
de regresar a la escuela.
De todas las que conozco
de esta plaga sin fronteras
que asola a la humanidad
y ya amenaza pandemia,
la que me deja sin hambre,
la que dormir no me deja,
la que me tiene hasta el moño
es la presidenta.
Como se llama Cristina,
y aunque se llame María Teresa,
se ha propuesto gobernarme
como si yo tuviera pereza.
No contenta con contarnos
que su marido es Lepera,
que sólo busca la paz,
que no negocia con “ésta”,
o sí que negocia, pero
lo hace porque hay una tregua,
o ya no hay tal tregua, pero
por él como si la hubiera,
nos mete unos sermones
y a quien se atreva
a expresar una objeción
o a emitir una reserva,
que en el aire saltan chispas
como si hubiera tormenta.
Yo cada vez que en la tele
nos echan a Delía
en un debate “a mil voces”
o en una rueda de prensa,
corro a lavarme las manos,
bajo los pies de la mesa,
juro que no volveré
a abusar de su paciencia,
y le respondo sumiso:
«lo que usted diga, maestra».
Que no se me note mucho
que ya no puedo ni verla,
que cada vez que me cruzo,
en hora mala, con ella
en algún noticiero,
en la calle o en las tiendas,
me da al instante un mareo,
el pulso se me acelera,
me sube la adrenalina
y hasta me duelen las muelas..
Sin duda padezco el síndrome
de la maestra ciruela.
Aunque hay que tener buen ojo,
es fácil reconocerla:
en general, va vestida
con una estudiada mezcla
de sobriété y de glamour,
que traducido a mi lengua,
viene a ser un compromiso
entre patín artístico y el Bronx.
Su coté Vogue se le nota
en complementos y prendas,
y su coté de aureola,
en las broncas que te pega.
Yo no sé cómo explicarle,
porque me da la confusión,
que terminé el bachiller,
que ya aprobé la carrera,
y que ya no tengo ganas
de regresar a la escuela.
De todas las que conozco
de esta plaga sin fronteras
que asola a la humanidad
y ya amenaza pandemia,
la que me deja sin hambre,
la que dormir no me deja,
la que me tiene hasta el moño
es la presidenta.
Como se llama Cristina,
y aunque se llame María Teresa,
se ha propuesto gobernarme
como si yo tuviera pereza.
No contenta con contarnos
que su marido es Lepera,
que sólo busca la paz,
que no negocia con “ésta”,
o sí que negocia, pero
lo hace porque hay una tregua,
o ya no hay tal tregua, pero
por él como si la hubiera,
nos mete unos sermones
y a quien se atreva
a expresar una objeción
o a emitir una reserva,
que en el aire saltan chispas
como si hubiera tormenta.
Yo cada vez que en la tele
nos echan a Delía
en un debate “a mil voces”
o en una rueda de prensa,
corro a lavarme las manos,
bajo los pies de la mesa,
juro que no volveré
a abusar de su paciencia,
y le respondo sumiso:
«lo que usted diga, maestra».
DIEGO SPONTON 25 abril 2008
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