
(publicado en ellitoral.com 12/2006).
Acaso cuando uno decide asistir a un concierto de Joaquín Sabina no dimensiona muchas cosas: sufrir por una entrada 5 horas delante de la computadora, viajar a Buenos Aires al estadio con mayor acústica de Latinoamérica; no imagina a Juan Carlos Baglietto “con la frente marchita”, ni mucho menos fundidos en un abrazo, desviando misiles de hipocresía, al colchonero y al canalla. Tampoco se concibe las 8 mil entradas por hora, ritmo de venta que no superaron artistas de la talla de Robbie Williams y U2. Ni siquiera semejante afición ultramarina cargadas de ansiedad en las cuadras de La Boca.
Cómo explicar el morbo de nuestros países del sur, de que estaba enfermo y pensar que no iba a cantar más: “os vamos al entierro, os vamos a verlo” reconoció alguna vez. Tampoco uno lo imagina cantando con voz quebrada pero intacta; claro está que si falla la garganta canta el coro. Cómo presumir que terminaría por crear un movimiento sísmico que lo convierte en estrella de rock. Sube, toca, pasea, opina y canta.
Un pirata cojo que se mueve con cierta ambigüedad, entre la excentricidad y la familiaridad. El capitán que se divierte como un niño con traje gris y sombrero de bombín. No finge aparentar sus cuarenta y diecisiete, a pesar de que se despide pero se queda, no se pone de rodillas, ni vende pastillas para no soñar; ahora que está más vivo de lo que estaba, maquilla el verbo florido con su rota garganta.
Estuvo el tierno, el cínico, se ausentó el estrés, no fue el valium, ni la coca; brilló Helen como la Magdalena, no faltó mademoiselle en la carretera y top manta. Mucho, demasiado, para un “tío” que hace dos años estaba con pronóstico reservado. Baudelaire con guitarra madrileña se despidió sin alejarse, como un viejo trovador, en fin...como el penúltimo Sabina.
Diego Sponton 12/2006
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