
“¡No TN no, hijos de puta no rompan los huevos con Diegote, jodan con los del campo pero no con el Diego!”. Esas palabras sonaban a alto volumen cuando ingresaba al bar de un amigo. Y el “qué pasó” se entrecortó en mi boca cuando miré el televisor y Todo Noticias titulaba: SE HABRÍA MATADO DIEGO, mientras pasaban imágenes de Maradona jugando contra Nigeria en el Mundial de Estados Unidos 94.
Claudio, mi amigo, seguía insultando a los periodistas de TN, dos parroquianos que tomaban energizantes con naranja no salían de su asombro y comentaban estupideces sin elevar demasiado la voz y yo, todavía sin tener noción de la noticia, quedé paralizado, apuntando mi mirada hacia el televisor. Y desde esa pantalla plana, una flaquita con voz aguda no paraba de decir que “el ex futbolista se habría suicidado”.
“Cambiá, por favor cambiá de canal, no puede ser, se hacen los serios pero son muy amarillistas estos tipos”, le grité a Claudio mientras comenzaba a tomar dimensión de la noticia. Y Crónica TV, como siempre, tenía la información antes que nadie y afirmaba con letras negras y fondo celeste y blanco: “DIOS SE MATÓ”. Y como si eso fuese poco, decenas de goles y jugadas majestuosas comenzaban a aparecer en la pantalla. La peor de las noticias estaba confirmada, ya no había ilusión en pie, la leyenda empezaba a tomar medidas inigualables, la figura del máximo jugador de la historia del fútbol tan sólo era comparable con los Beatles o Cristo, no había medio del mundo que no lo tuviese como noticia principal. Dejaba de ser “el Diego de la gente” para pasar a ser “Diego, el inmortal”.
Tal como siempre lo imaginé y charlamos entre amigos y colegas periodistas, Crónica tenía preparado un informe para la muerte de Diego. “Viste, como decimos siempre, estos tipos ya lo habían hecho. Mirá, mirá como tenían toda la historia contada, sólo le va a faltar la fecha de la muerte, pero tenían todo armado. Lo mismo hicieron cuando murió Fidel”, aseguraba Claudio mientras yo lloraba como un nene mirando aquellos goles de Boca en el 81. El país ya no habló más de la candidatura presidencial de Marcelo Tinelli, menos aún de las nuevas privatizaciones que proponía el presidente Macri para su último año al frente del gobierno nacional.
Y las calles se adormecieron, ya nadie las transitaba, a los diez o quince minutos de conocerse la noticia que sacudió al mundo todo un país se hizo llanto y los que no lloraron, al menos tuvieron el respeto de no comentar “giladas”, como siempre decía el Diego ante palabras fuera de lugar. Entre lágrimas recuerdo que salí para la casa de mi vieja, abrí la puerta y ahí estaba ella, desconsolada en la cocina preguntando una y otra vez por qué. Me abrazo fuerte y ella que lo amaba y lo odiaba al mismo tiempo me dijo: “Nunca te olvides que en la adolescencia te hizo muy feliz”. Me habló como si se hubiese muerto un familiar, un tío muy querido o alguien muy respetado por la familia. Y era él, el jugador de fútbol, el que realmente me hizo gritar hasta quedar sin voz en el 86, porque yo sí creía que contra los ingleses nos jugábamos las islas. Tenía 12 años y mi recuerdo de Malvinas estaba muy fresco. Tenía 12 años y por mis poros salían gotas de fútbol. Tenía 12 años y mi cabeza tenía gajos de cuero. Tenía 12 años y la cancha era mi templo. Tenía 12 años y ya sabía que como Maradona nunca más iba a ver otro igual. Tenía 12 años y un sueño inamovible: ser futbolista. Tenía 12 años y un corazón como una número cinco. Tenía 12 años y un padre que me decía “vos no lo viste jugar a Pelé”. Tenía 12 años y un padre que me dijo cuando terminó el partido contra Inglaterra: “Maradona es bueno bueno, capaz que sea como Pelé nomás”. Tenía 12 años y lloré de emoción por primera vez en mi vida. Tenía 12 años y como me gustaría volver a tenerlos.
Desplomado en el piso y a moco tendido, escucho que un policía de la Federal decía: “Maradona se tiró del piso 10 y murió de inmediato”. Y los irrespetuosos periodistas, sedientos de sangre, atacaron a preguntas y el bigotudo respondía: “nos avisó una vecina, que es la dueña de la casa donde cayó Maradona”. “No sé de quien era el departamento desde donde se arrojó”. “Sí, tiene muchísimas quebraduras y la parte izquierda de la cara desfigurada”. “Estamos investigando, hasta luego”, y el policía cruzó las vallas y se metió a la casa donde estaba el cuerpo de Diego. Ya había escuchado todo lo que nunca quise escuchar, la dejé a mi madre llorando frente al tele, caminé por el pasillo, subí al auto y me fui. Cuando llegué a la esquina de Llerena y General Paz no lo dudé ni un instante, doble hacia la izquierda por la avenida y salí a la búsqueda de mi amigo Nicolás. No había nada que hablar, sólo se tenía que subir, ponerle nafta al coche, tomar la autopista y viajar.
El peaje de Zárate fue la primera señal de un duelo histórico, hasta superior al de Evita. Los fieles de la Iglesia Maradoniana estaban celebrando una “misa” improvisada para los centenares de automovilistas que comenzaban a desfilar con destino al estadio de la AFA, en Ezeiza, donde serían velados los restos de Diego. Banderas, gorros, llantos y cantos eran parte de una parada forzosa que, con el correr de los minutos, se transformaría en un ritual sin calma para los fanáticos del eterno 10.
En el auto escuchábamos una y mil versiones del por qué decidió matarse, los motivos iban desde una recaída en el trigésimo cuarto tratamiento para salir de las drogas hasta el inminente debut de Diego Lionel Agüero Maradona con la camiseta de River Plate. Entre tantos rumores no faltó el que dijo “pudo haber sido por la depresión de no haber logrado como técnico el título del Mundial Egipto 2026”. El Nico, que lloraba cada tanto, afirmó esa teoría. “Nooo loco, que culpa tiene Diego de haber perdido la final por penales, además jugamos muy bien, que más podíamos hacer contra China, si no hay con que darle a esos tipos”.
La noticia sobre la muerte de Diego era el único tema de los medios, sólo faltaba que digan si el velatorio iba a ser abierto para todo el público y por suerte, a pocos kilómetros de llegar a Buenos Aires se confirmó la noticia: “los restos de Diego Maradona serán velados en el estadio olímpico de la AFA y luego de tres días serán enterrados en el medio del campo de juego”. A llorar otra vez, lo que acabábamos de escuchar era muy fuerte. Sólo con entrar al estadio de la AFA y saber que ahí descansa eternamente Diego, los jugadores tienen que dejar hasta lo que no tienen para ganar. “Imaginate que estás jugando con la bendición de Diego en las patas, imposible perder” me decía mi amigo mientras nos equivocábamos de carril en el cruce de Panamericana y General Paz.
¡Al fin llegamos! Una manera de decir, porque tuvimos que dejar el auto como a doce kilómetros del estadio. “Esto es como la vuelta de Perón en el 73”, tiró un pelado con muchos abriles en su haber. “Shhhhhh, toquese un huevo abuelo, acá no habrá quilombos” le gritó otro que casi pisaba los sesenta. Ya estábamos cerca, sólo había que avanzar muy lentamente hasta aproximarnos a los portones del sector oeste, por donde entraba el público en general. Cuando la noche se marchaba y los primeros guiños del sol asomaban sobre el estadio César Luis Menotti, llegó mi turno, la hora de la despedida. Con los ojos rojos como aquella camiseta de Argentinos que supo usar Diego en los comienzos, sentí dos manos cálidas sobre mis hombros y una voz que al oído que me decía: “Tonga, despertate”.
Me di vuelta, busqué el control remoto, prendí el televisor y ahí estaba Diego, hablando en Fox Sports de las patadas de los uruguayos y criticando a su estilo al árbitro del partido.
Al igual que la publicidad de Diegote con la camiseta de Brasil, mi una expresión fue: “¡ay caramba, que pesadelo!”.
Fue el lunes pasado, cerca de las diez de la mañana, cuando terminé de abrir los ojos y de darme cuenta que sólo se trató de una triste pesadilla.
Gastón Chansard. Santa Fe Capital.