miércoles, 30 de julio de 2008

Geografía de Tercero.


El cuento de esta semana es una mezcla entre ficción y realidad. El ambiente tan cercano a nuestra infancia creado por Eduardo Sacheri merece una reflexión acorde a aquellos tiempos que transcurrieron en las aulas de nuestra escuela primaria. Los compañeros de banco, la maestra, el edificio, momentos compartidos; y el ejercicio de la memoria. Aquí un encuentro, que no tiene desperdicio.


Apenas la vi sentí que me hundía en una especie de pozo sin fondo, en un vértigo de piedras y plomos recién tragados que me llenaron el estómago. O tal vez fue una sensación más brutal, más primitiva, más parecida al más simple de los pánicos. Y lo otro: el peso feroz en las tripas y el vértigo de abismo aparecieron después, cuando ella desapareció de mi vista y pude sentarme en un banco de ese parque inmenso y quedarme con los ojos clavados en el pasto y la cara vacía durante minutos interminables.
Ella ni siquiera me había mirado. No me había visto, pero yo me sentía como desnudo delante de una multitud. Y lo peor de todo era justamente comprobar el poder inmenso que, más allá de los años apilados unos sobre otros, esa mujer conservaba sobre mis emociones.
¿Y si me había equivocado? Sí, era enormemente probable. Debía haberla confundido con otra persona. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Veinte años, y eso es mucho tiempo. Y además estaba la cuestión de las edades. La última vez que la había visto yo acababa de cumplir los "dieciocho. Y a esa altura -intenté tranquilizarme- uno no tiene un cuidado excesivo en recordar fisonomías. Pero sobre todo estaba la cuestión de la edad de ella. ¿Cuántos años podía tener ahora? Traté de volver a 1978: ¿cuántos tenía esa mujer en aquellos tiempos? Yo le atribuía, entonces, setenta u ochenta; de modo que ahora, un cuarto de siglo después, tendría que ser casi centenaria. Entonces no tenía motivos para angustiarme: yo me había confundido y esa mujer no era quien yo había temido. Pero era un razonamiento demasiado frágil. Cuando uno es estudiante secundario todas las personas que superan los treinta años parecen flotar en una ancianidad yaga y distante. Entonces, si en 1978 esa mujer tenía cincuenta en lugar de setenta, la que acababa de cruzarme en el hall del hotel bien podía ser la de mi pesadilla.
Algo muy dentro de mí me instaba a correr a mi habitación, hablar con Lorena, hacer las valijas y escapar de ese sitio. Lorena tendría que entenderme: varias veces, durante esa etapa del noviazgo en la que uno está dispuesto a contar su vida entera, le había hablado sobre esa mujer y sobre el efecto bestial que había ejercido sobre mi vida en la escuela secundaria. Tal vez mi esposa pusiese reparos a la huida. Seguramente iba a decir que yo soy un exagerado, un sentimental, un chiquitín, todas esas cosas que dice cuando mis impulsos la contrarían. Pero ahí sentado, con la respiración todavía entrecortada por la impresión y el disgusto, no me preocupaban demasiado sus posibles reproches mientras aceptase, aun a regañadientes, levantar campamento y volver a Buenos Aires de inmediato.
No obstante, si quería contar con un mínimo de argumentos para la tempestad doméstica que estaba dispuesto a desatar, tenia que aseguraren de que esa mujer que acababa de cruzarme en el hotel era quien yo creía qué era. A regañadientes tuve entonces que incorporarme y atravesar el parque hacia el edificio principal del que prácticamente había escapado un rato antes. La mujer que me había espantado iba hacia el bar, de modo que hacia allí dirigí mis pasos con una piedra en la garganta. El lugar resultó estar casi desierto, cosa esperable en esa mañana radiante. Muy pocas mesas estaban ocupadas. En un rincón, cerca del ventanal y de espaldas a una de las mejores postales de las sierras, estaba sentada esa mujer, de espaldas a la entrada. Leía un libro y apoyaba la sien sobre la mano izquierda. Ocupé una mesa detrás de ella y pedí un café.
El primer indicio que me sacudió fue el perfume. Apenas me senté, me golpeó el mismo olor cítrico y penetrante que dejaba flotando en el aula, cuando recorría amenazante los pasillos entre los pupitres. El segundo signo fue el golpecito tenaz sobre la mesa. No veía sus manos pero no hacía falta. Me bastaba el toque regular, cronométrico, patibulario, que producía su lapicera fuente al toparse con la mesa. Cinco segundos. Cinco segundos exactos entre golpe y golpe, y entre medio apenas un silencio de tumbas.
Me ahogué en un sudor horrorizado y quieto. Bajé la cabeza, clavé los ojos en mi propia mesa y miré el reloj de soslayo con un subrepticio movimiento de mi muñeca izquierda. Cuando tomé conciencia de mis gestos me sentí un imbécil, porque aunque era un terrible grandulón de casi cuarenta años acababa de adoptar la actitud corporal de los quince, la de 1978, la de tercer año del Nacional de Morón, la del cuarto banco de la fila de la ventana, la de las dos primeras horas de los jueves, la de la clase de geografía, la de la tortura interminable de la profesora Hilda Cerutti de González. Era su perfume y era la nuca recta con el pelo corto y era el toc toc de su lapicera Parker azul sobre la mesa de un hotel de la sierra, y era tan extraño volver a encontrarla allí luego de veinte años que hubiese sido para reírse a carcajadas si no fuera que en realidad me daban unas ganas de llorar que me moría.
Hilda Cerutti de González y el pantano terrorífico de sus clases eran el compendio angustioso de todo mi horror de aquellos años de silencio y obediencia y desesperación. Encontrarla allí era como volver a esos días de amargura. Desde que uno entraba al Nacional en primer año le llovían las historias sobre esa mujer endemoniada. El espíritu se iba macerando en las anécdotas feroces de sus crueldades, de sus desplantes de hielo, de sus ataques de ira, de sus arbitrariedades impredecibles. Como ese engendro nos esperaba en tercero, teníamos dos años enteros para escuchar sobre ella y espantarnos, empequeñecernos y desear nacer de nuevo en otro universo que no la contuviera.
Cuando el primer jueves de marzo de 1978 Hilda Cerutti de González ingresó lentamente en el aula y se paró junto al escritorio y nos miró con las piedras grises y heladas de sus ojos y movió levemente la cabeza hacia los lados abarcándonos en una panorámica acongojante y sus labios se torcieron en una mínima mueca de desprecio y suspiró profundamente y se dio vuelta y anotó en el pizarrón con su hermosa letra cursiva las veintidós letras de su nombre completo como una sentencia irrevocable, entendimos que todo lo que nos habían dicho y anticipado era cierto y que en el fondo se habían quedado cortos.
Hilda Cerutti de González era una mujer cruel, despótica e inconformable, y en aquellos años esas características la volvían poco menos que la profesora perfecta; así nos lo hacían notar el rector y sus alcahuetes en cada oportunidad en que se presentaba la ocasión de alabarla. Durante sus clases estaban prohibidas las preguntas. Ni qué hablar de pedir permiso para ir al baño o de cuchichear con un compañero. Dictaba y escribíamos, hablaba y callábamos, gozaba y sufríamos. Años después y por casualidad me cayó en las manos un libro de geografía americana, amarillento y viejo, muy breve, editado en Chile. Al hojearlo descubrí, con cierta sorpresa, que podía anticipar renglón por renglón su contenido. Él autor era un tal Bustamante y estaba impreso en 1942, y si podía adelantarme a cada oración era sencillamente porque para aprobar geografía de tercero con Hilda Cerutti de González tuve que aprender a recitar de memoria desde el primero al último renglón de mi carpeta. Descubrí así en mi madurez que mi carpeta no era sino la versión manuscrita de ese librito. Aquella mujer no sólo era cruel sino además una ignorante que recitaba a su vez de memoria los párrafos de un antiguo librejo olvidado y suficientemente ignoto como para que nadie advirtiese la maniobra y el plagio. No me atrevo a decir que eso volvía estúpida su crueldad, porque supongo que cualquier crueldad es estúpida. Pero al menos diré que su ignorancia tornaba aún más estéril esa crueldad.
Siempre iniciaba sus clases tomando lección. Hacía las preguntas en voz baja, casi en un murmullo, y jamás las repetía. Nos concentrábamos en ese murmullo hasta casi sentir dolor en los oídos. Odiábamos al compañero que hiciera crujir el pupitre o que tosiese o se sonase la nariz mientras nos tocaba el turno, porque si osábamos preguntar "¿Qué?" o "¿Cómo?" la bruja aquella consideraba que nuestra distracción merecía un 1 inapelable. Cuando mencionaba nuestro apellido debíamos ponernos de pie y responder sin demora. Si nos salíamos una palabra del dictado previo estábamos perdidos. Sin alzar la voz decía otro apellido y el aludido debía a su vez pararse y continuar en el exacto punto de la equivocación del anterior. A los que erraban ni siquiera les ordenaba sentarse. Era la única decisión que dejaba en nuestras manos: podíamos tomar asiento enseguida o podíamos seguir de pie un rato. A ella le daba igual porque el aplazo ya estaba sellado en su libreta y estábamos desahuciados sin dudas y sin apelación posible.
Cuando sonaba el timbre nos dedicaba la única sonrisa de la mañana, y aunque era una sonrisa hueca y extraña era posible que estuviese realmente contenta porque el recreo era su momento de gloria. Afirmaba el maletín negro en la mano derecha, levantaba el mentón, dejaba que su cara se llenase de una serena soberbia y salía al patio. Creo que era la profesora que más tardaba en llegar a la sala de profesores y la que primero salía hacia el aula al tocar de nuevo el timbre, pero no lo hacía por puntualidad sino para exhibirse ante la multitud de pibes. A su paso todos callábamos, nos quedábamos quietos, bajábamos los ojos y apenas salíamos de su campo visual nos librábamos de la angustia que nos había dejado su presencia fugaz comentando con el compañero más próximo la última de sus fechorías. Y ella, estoy seguro, se derretía de placer en esos murmullos que nutrían y engordaban su leyenda. Nadie se atrevía a ensayar ni la mínima burla o morisqueta a sus espaldas, porque era sabido que tenía ojos en la nuca. Dos ilusos lo habían intentado, uno en 1969 y otro en 1976, y los había hecho expulsar sin más trámite. Después de rendirla siete u ocho veces pude aprobar geografía de tercero y egresar del secundario. Nunca volví a verla, hasta esa mañana desolada veinte años después; y ahora la tenía adelante, más vieja, algo más canosa, un poco más flaca, pero igual de opresiva que entonces.
Traté de pensar. Era ridículo hablar con Lorena, hacer la valija y escapar del hotel, pero en mi desesperación se me ocurría que era una alternativa excelente. También podía ahogarla en la pileta de natación, asfixiarla en su pieza o precipitarla al vacío por un barranco, pero soy un tipo pacífico y el carácter no me da para semejantes cosas.
Pagué el café y me puse de pie, empujando un poco hacia atrás la silla de madera. Él crujido me perdió. Haciendo uso de sus antiguos ojos en la nuca, Hilda Cerutti de González se dio vuelta y me clavó las piedras frías y grises y filosas de sus ojos. Le sostuve la mirada, no por osadía sino por la sorpresa de verla vuelta hacia mí. Pero no estaba preparado para lo que ocurrió después, porque casi en un susurro, con sus palabras cortas y su voz un poco chillona me estampó:
-¿Así que usted es de la zona de Morón? Yo también. Mire qué casualidad encontrar a alguien de allí en un lugar tan lejano como éste.
Sentí que las piernas me tambaleaban. ¿Encima de todo era adivina? ¿Cómo había sabido semejante cosa con sólo mirarme? Al momento entendí: yo llevaba puesta una camiseta blanca y roja del Deportivo Morón, con escudo del gallito y todo. A mí el fútbol me interesa poco y nada, pero mi hijo es todo un fanático y me la regaló para Navidad, y yo la había traído cándidamente a ochocientos kilómetros de mi hogar sólo para que esa bruja pudiera identificarme. Le respondí atropelladamente que sí, que había nacido y crecido en Morón. Apenas concluí deseé haberme mordido la lengua.
-¿Y en qué colegio hizo usted el secundario?
Guardé silencio. Era la oportunidad de mentir y librarme de ella. Al fin y al cabo no era tan grave. Había sido una conversación de medio minuto. Podía salir al sol. Podía caminar hasta el arroyo. Podía aflojarme nadando un buen rato en la pileta. En algún momento me libraría de su perfume penetrante y de los alfileres de sus ojos grises. Era la decisión más simple. Pero a veces la simpleza no me satisface. Casi desconociéndome respondí lentamente que era egresado del Nacional. La vieja acreció su interés. Soltó la lapicera y me hizo un gesto para que la acompañara en la mesa. Era mi última oportunidad para huir, pero se me cruzaron por la cabeza dos o tres de sus crueldades más sórdidas, y las caras de mis mejores amigos de entonces, y rechacé la tentación. Le estreché la mano, le dije mi nombre y me senté frente a ella.
No habló enseguida. Se tomó un minuto para verme y tratar de ubicarme. Repitió mi nombre buscando una clave que le permitiera encasillarme. Me entristeció un poco que no lo lograra. Así, en ese olvido, era como si la humillación y la angustia y el terror que esa mujer me había provocado en la adolescencia tuviesen todavía menos sentido, porque ni siquiera había sido algo personal, algo propio, algo mío. No me lo había hecho a mí; simplemente era uno más en un hormiguero de rostros iguales y anodinos, y si ahora me había invitado a sentarme era seguramente para escuchar de mis labios el recuerdo del terror y de la desesperación y disfrutar por un momento de su antigua y bien ganada fama de hija de puta.
Sonrió apenas con un costado de la boca, ladeó apenas la cabeza y se presentó:
-Bueno, le cuento que yo soy Hilda Cerutti de González.
No dijo más. Yo sentí que sólo faltaba el sonido de la tiza contra el pizarrón dibujando las veintidós letras de su nombre. No dijo más y se limitó a esperar mi reacción. Era evidente que la soberbia no la había abandonado. No dijo que había sido profesora, ni cuál era la materia ni el curso en el que había dictado sus clases. Sabía que no hacía falta y que su tenebrosa celebridad podía prescindir de las aclaraciones a las que se ve obligada la mayoría de los mortales.
Yo soy de esas personas que suelen lamentarse de las contestaciones que dan y de las reacciones que tienen. Cuando discuto con alguien, cuando alguna persona me trata con descortesía, cuando alguno se pasa de piola y se me adelanta o se burla de mí, suelo ser tímido, corto, torpe, y nunca elijo las respuestas adecuadas. Por supuesto que después me arrepiento de mi estupidez y se me suelen ocurrir respuestas ingeniosas capaces de desarmar a mis rivales. Pero es tarde. Nunca se me ocurren en el momento oportuno. Lo raro de aquel encuentro fue que el modo en que actué fue tan espontáneo como siempre, pero mucho menos torpe que de costumbre, como si de pronto hubiese aprendido cómo tratarla. Cuando la mujer calló y se dedicó a esperar mi reacción sostuve su mirada, sonreí también imitando su mueca y me limité a preguntarle:
-¿Perdón?
La vieja tuvo un ligerísimo sobresalto pero se compuso. Ya no sonreía cuando repitió:
-Hilda Cerutti de González.
Entrecerré los ojos. Sonreí más francamente y moví ligeramente la cabeza hacia adelante, como invitándola a que se soltase y hablara con comodidad. Pero permanecí majestuosamente callado. La dama empezaba a parecer impaciente. Disparó una frase breve y cortante, como si no estuviese del todo dispuesta a transigir con mi imbecilidad:
-La profesora de geografía de tercer año.
-Ah... -fue toda mi respuesta.
Me mordí brevemente el labio, con los ojos todavía semicerrados, mientras seguía observándola, corno haciendo un esfuerzo por recordarla. Mantuve mi sonrisa leve, un poco porque convenía a mi papel de hacerme el otario y otro poco porque verla incómoda era una sensación nueva y agradable. Cuando habló sus ojos parecían más fríos que nunca y sus labios se habían puesto rígidos en su característica mueca de disgusto:
-¿En qué época estudió usted en el Nacional?
-Del ‘76 al ’80, ¿por?
-Bueno -la mujer vaciló-, porque en esos años yo dictaba clases en todos los terceros…
-Comprendo, comprendo.
No dije más, porque el silencio que siguió era embarazoso y a mí me encantaba que resultara así. Al verla tan tensa me envalentoné y seguí:
-¡Qué raro! ¿No? Porque con mis compañeros nos reunimos todos los años -mentí-. Y casualmente hicimos una cena para las Fiestas -seguí mintiendo- y nos pusimos, naturalmente, a recordar anécdotas del colegio, usted sabe: chiquilinadas, líos, personajes de entonces -culminé mi fábula.
-Claro, claro, por supuesto -aunque trataba de que no se le notara, la vieja estaba ansiosa por conocer su papel en esos recuerdos.
-Siempre somos los mismos, ¿sabe? Unos veinte. No creo que usted recuerde los apellidos. Siempre van Arispe, Butelman, Zelaya, Rincón y algunos más.
-Sí, sí, claro que los recuerdo.
"Seguro que te los acordás, vieja turra", pensé para mis adentros. Había elegido los apellidos de los tipos más destacados del curso, o por capaces o por alcahuetes, pero esos apellidos célebres que todos los docentes recuerdan por años, como para dar verosimilitud al engatusamiento. Me reí tímidamente, con la mirada perdida en el ventanal, como quien recuerda algo muy gracioso.
-Tantos recuerdos, tanta gente. Debo, confesarle que a unos cuantos profesores les sacamos el cuero. Se imagina, ¿no?
La vieja pareció recuperar algo de aquella gallardía sanguinaria con la que recorría el patio durante el recreo, mientras cosechaba murmullos y pánico. Pero yo la tenía en un puño y no estaba dispuesto a soltarla. Hablé de todos los profesores que pude. Mencioné a los viejos venerables y a algunos jovencitos y Jovencitas a los que metódicamente hicimos la vida imposible. Evoqué a unos por su sabiduría, a otros por su rigidez o por su mal carácter. A medida que hablaba sentía una sensación extraña. Me sorprendió notar con cuánto detalle los recordaba a todos, con sus nombres y sus rasgos y sus cosas. Era como si, una vez levantada la lápida de aquella anciana odiosa, los otros recuerdos de mi secundario lograran salir en libertad ufanos y simples. Para terminar hablé de Aguirre, el de literatura, que era un maestro en todo el sentido de la palabra, y la emoción que me asomó a los ojos fue tan sincera que estuve a punto de rematar su evocación con un "exigente, sabio y amistoso, y no un hijo de tal por cual como usted", pero me contuve a tiempo.
Cuando callé la vieja tardó en hablar. Al fin lo hizo, y su voz era mucho más opaca que al comienzo.
-Veo que tiene grandes recuerdos del colegio, muchacho.
-Sí, sí, señora, muchos recuerdos... -y como si me hubiese percatado de una grosería me apresuré a agregar-, aunque ahora que lo pienso, creo que recuerdo que usted fue nuestra profesora... -puse cara de estar esforzándome en el recuerdo-: En primero y segundo tuvimos a Tolosa, en cuarto a Nicotra... ¡Claro! Sí, señora, cómo no, ahora me acuerdo de usted, por supuesto, Hilda Cherriti de González, seguro...
-Cerutti. Cerutti, no Cherreti -aunque la vieja me corrigió sonriendo era evidente que hubiera preferido acogotarme.
-Cerutti, perdón, por supuesto.
Miré el reloj pero ahora lo hice ostensiblemente, con ambos brazos apoyados sobre el pupitre, digo, sobre la mesa del bar. Si hubiese estado menos eufórico habría notado que era el mismo reloj -regalo de mi abuela- que intentaba espiar durante el tormento sin fin de las clases de la vieja, pero en ese momento sublime no me detuve a considerar el aspecto simbólico del gesto.
-¡Qué hora se ha hecho, señora! -A propósito no la había llamado “profesora” en toda la conversación. Me incorporé y le tendí la mano. Cuando estreché la suya la noté fría y húmeda de transpiración.
Salí. Caminé por el parque rodeando el edificio. La divisé a través del ventanal que se abría sobre el paisaje de la sierra. Ella había vuelto a abrir el libro, pero tenía los ojos fijos en la mesa del costado. Ya no marcaba ningún punteo con la lapicera, que descansaba junto a su mano, y tenía una expresión terriblemente sombría y cansada. Parecía más pequeña y más vieja que una hora atrás. Estoy seguro de que el mozo, que se acercó a cobrarle en aquel momento, no habrá sentido ninguna fragancia cítrica y penetrante.
Me di vuelta, caminé hasta el arroyo, me senté en una piedra grande, hundí los pies en el agua clara y sonreí, porque me acordé de mi abuela diciéndome que para algunos malparidos no hay mejor castigo que el olvido.

miércoles, 23 de julio de 2008

Los traidores


Cleto no hizo nada...salvo si es sentenciado por Feimann o Pigna; igual abrá que esperar un poco; pero la traición, la verdadera traición, se describe en este cuento de Eduardo Sacheri.

Que nadie se haga cargo de esta historia, ni de sus apellidos ni de sus equipos.
Lo único cierto es Ella.
¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupés.
Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida.
Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago.
Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento.
Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo?
No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe.
¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza.
Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije.
Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón seguí, es cierto, pero...los tipos me clavaban los ojos, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa.
Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro contesté. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos.
«Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda', por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro.
Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila.
No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo.
Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede.
Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas.
Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos.
¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa.
Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.
Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria.
Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido.
Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola me decían, la sacaste rebarata, Nicanor.» Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento.
Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida.
Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.» ¡Chau, pibe!

sábado, 19 de julio de 2008

Es sábado a la siesta...


La verdad que en la semana no..., porque estás en la mesa de luz, abro el cajón, te busco, te leo y chau. Estás también allá arriba en la repisa, entre tantos otros, no estarás más en El Cairo claro está, pero en otro bar no muy lejano estarás también; por qué no rodeado de galanes. Y como el azar se encapricha en aparecer, llegó el sábado. Justo hoy. Sábado a la siesta, cuando soñaba ser aquel rubio Miguel Tornino. Gracias por la simpleza de las cosas más entramadas.Por el olor a vestuario en tus hojas. Gracias por la imagen en tu prosa. Por el respeto al barrio. Gracias por contar la pasión. Por personificar la amistad.
Aquí se reproduce la copia más fiel, dicha y escrita de mi infancia, cuando aprendía a pegarle a la pelota soñando el mejor gol.

La barrera.

Un paso más atrás. Dos más atrás. Tres. Ahí está bien. Ya está la barrera formada. Una baldosa más acá. Un momento. Ante todo, sacar las cosas del arco. Hay botellas debajo de la pileta. Ya la otra vez cagó una. Y dos sifones. El blindado no es nada, pero el otro puede reventar, y los sifones revientan y los pedacitos de vidrio saltan y se meten en los ojos de uno. Bien juntas las macetas de la barrera. El arquero muy nervioso. Miguel Tornino frente al balón. Atención. El rubio Miguel Tornino frente al balón. Una mano en la cintura. La otra también. La mano sacándose el pelo de la frente. La transpiración de la frente. De los ojos. Hay silencio en el estadio. Es la siesta. Hasta el Negro se ha quedado quieto. Resignado a ser simple espectador de ese tiro libre de carácter directo que ya tiene como seguro ejecutor a Miguel Tornino, que estudia con los ojos entrecerrados el ángulo de tiro, el hueco que le deja la barrera, la luz que atisba entre la pierna derecha del recio mediovolante de la visita y la pata de portland de la maceta grandota del culantrillo. Un solo grito en el estadio: Miguel, Miguel. El público de pie ante ésta, la última oportunidad del Racing Club cuando sólo faltan dos minutos para que finalice el match. Habrá que apurarse antes de que vuelva a adelantarse la barrera o el Negro insista en morder la pelota y hacerla cagar como el otro día que la pinchó el muy boludo. Sonó el silbato. Habrá que pegarle de chanfle interno. La cara interna del pie diestro de Miguel Tornino, el pibe de las inferiores debutante hoy le dará al balón casi de costado, tal vez de abajo, con no mucha fuerza pero sí con satánica precisión para que ese fulbo describa una rara comba sobre la cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el postrer manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el momento. ¡Tiró Tornino...! y... se hizo mimbre en el aire el arquero ante el latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá... sí la guardo... está bien... pero mirá vos cómo la viene a sacar este guacho.
Roberto Fontanarrosa.

jueves, 17 de julio de 2008

Retrato




"Todo vive aquí de lejanías ―y desde lejanías. Casi nadie está donde está, sino por delante de sí mismo y desde allí gobierna y ejecuta su vida de aquí, la real, presente y efectiva. La forma de existencia del argentino es lo que yo llamaría el futurismo concreto de cada cual. No es el futurismo concreto de un ideal común, de una utopía colectiva, sino que cada cual vive desde sus ilusiones como si ellas fuesen ya la realidad".
José Ortega y Gasset.


Un chef con la receta de la clase media, dice: “Tomar la cría blanca de una pareja de inmigrantes, macerar un tiempo en esencias europeas, cocinar a fuego lento durante algunos años, condimentarlo a gusto con: talento, soberbia, xenofobia, narcisismo y prejuicio”.


La clase media terminó por despegarse de un Gobierno que desoyó las quejas del maltratado Interior. No sólo omitió los reclamos de más de un centenar de días y noches de permanente angustia y cansancio. Sino que los embistió con gritos, acusaciones graves y calificativos que lejos de poner paños fríos a la situación recalentaban aún más el panorama. Por eso desde aquí creeo que nuestra pequeña democracia deje sus pañales y comience a dar sus primeros pasos.

Un baño de realidad el día 16 con la multitudinaria concentración en Palermo y luego hoy 17; con este cachetazo a la incredulidad de muchos y al autoritarismo de varios; donde “la calentura” de la clase media finalmente se escuchó a último momento.
La Historia está ocurriendo, aquí y ahora, Y hasta que no se calmen las aguas por un tiempo, no habrá un profundo análisis pronosticador de mejores situaciones.

El día de ayer entre los dos actos se reunieron de un lado y de otro aproximadamente trescientas mil personas. La clase media argentina se inclinó finalmente a favor de quienes ven en las retenciones más concentración económica por parte de grandes empresarios y una hilacha del disfraz de redistribución nacional.

Los intentos del ex presidente por reintegrar la clase media a su columna partidaria fue una vez más en vano. En el último discurso se lo escuchó enfatizar “…nuestra clase media, que hoy está aquí con nosotros…”. Perón, lejos de enfrentarse con la clase media, trató de atraerla, cooptando el partido que la representaba, el radicalismo. Consiguió la adhesión de algunos radicales tanto del ala conservadora (Juan Hortensio Quijano), como del ala populista (Arturo Jauretche). Asimismo uno de los primeros sindicatos que conquistó fue el de empleados de comercio que, para los cánones de la época, era de clase media.

La confusión surge por las contradicciones de la ideología peronista y por el carácter heterogéneo de la clase media. El sector más tradicional de ésta –los profesionales– sintió carcomido su prestigio social y formó la amplia base del antiperonismo. Pero otras fracciones de la misma clase, talleristas, pequeños y medianos industriales favorecidos por el proteccionismo estatal, así como chacareros agraciados por la ley de arrendamientos apoyaron, aunque a veces en forma vergonzante, al peronismo. Además la mayor parte de los funcionarios del gobierno peronista, comenzando por el propio Perón, procedían de la clase media. El estilo de vida propuesto por la doctrina justicialista a través de los medios de comunicación estatizados y de los textos escolares era un modelo tradicional de clase media no demasiado distinto –salvo en algunos aspectos– al de la era preperonista. La transformación de la vida cotidiana, de la familia, los jóvenes, las mujeres –la reforma peronista se limitó al voto– sólo comenzó con la democracia en los años 80.

Pasadas las 17 de ayer, el rating televisivo denunciaba el encendido promedio, y los números son indiscutibles, el “ganador” de la tarde de ayer estuvo lejos de las movilizaciones del Campo o del Gobierno: con 7,8 puntos, la serie de Matt Groening se impuso ante canal 13 (7,5) que transmitía en pantalla partida lo que iba sucediendo tanto en el barrio de Palermo como en el congreso Nacional; canal 9 se mantuvo con 6,3 puntos; América con 5,5 y Canal 7 registró 1,8 puntos en el momento de los actos. Cuando los partidarios del campo estaban entonando el Himno Nacional y en el momento más candente del discurso del ex presidente el Canal más visto fue Telefé que emitía un capítulo repetidísimo de … Los Simpson. Todo un dato.
El temperamento, la personalidad y la naturaleza de estos dibujos animados bien pueden emparentarse con el linaje nacional.
Homero es el padre de una familia tipo de un suburbio norteamericano, odia su trabajo, es teleadicto, no es un buen vecino, toma demasiada cerveza y no escucha a sus hijos, es más, pierde de vista muchas veces a su hija menor Magui. El alma mater de la casa es Marge, es el equilibrio dentro y fuera de la casa, pone límites no sólo a sus hijos sino también a su marido. Una madraza con el súper yo a flor de piel. Los pequeños de la familia son Bart, vago, atorrante que con sólo ocho años se burla de los mayores, se copia en la escuela y se ríe de mal y del bien ajeno; Lisa, la del medio, una niña en busca del príncipe azul, se avergüenza del padre, es la inteligencia, el criterio y la lucha en soledad por ideales de justicia.

En la era kirchnerista, muchos jóvenes universitarios dieron su voto a Cristina Kirchner, hace apenas escasos seis meses, creyendo que era la opción progresista y reviviendo, aunque ahora sin violencia, la actitud de la juventud peronista de la década del 70.
Pero una vez más se dio la división en el seno de la clase media. Otros jóvenes participaron en el cacerolazo antikirchnerista y pertenecían a la misma clase media de los centros urbanos que el oficialismo etiquetó como la derecha y otros – muy sueltos de lengua – le agregaron el aditamento de fascista. Alguno fue más lejos aun y llegó a estigmatizarla como blanca, en un arranque de racismo al revés tanto más exótico en una sociedad predominantemente híbrida y “gringa”. Este enredo muestra que la clase media no conforma un bloque, ni política ni socialmente homogéneo, que los intereses y las ideologías de una misma clase con frecuencia chocan entre sí y que el voto ya no se ajusta a pautas clasistas.

Esta clase siempre sueña suyo el país, pero tropieza y se atraganta con sus propios tics: las palpitaciones de apatía, el derecho a la identificación, la alegría frente al mal menor, la suspicacia en sí misma y esa obsesión de escaparle al fantasma del dolor de todo tiempo pasado fue mejor que viene mordiéndole los talones hace décadas.Este Gobierno deberá aprender a perder para superar la clasemediafobia que pulula los pasillos de la Casa Rosada.