lunes, 23 de agosto de 2010

Kirchnertel.

In-fernet para todos
Por Edi Zunino
El canciller argentino twittea como loco. Bloggea el jefe de Gabinete. El primo del jefe de Gobierno porteño, diputado bonaerense él, es otro as del posteo... Hoy, quien no webea no existe, quedó out, solito y solo en el game over del pasado. Internet es el campo de batalla política más de moda. Y allí, como antaño en la calle y los comités o las unidades básicas, hay lugar a montones para un nuevo tipo de militancia cibernética, que en muchos casos es rentada y en todos representa horas y horas con el traste pegado a una silla y los ojos enrojecidos frente al monitor esperando el momento de desacreditar e insultar desde la infantil cobardía del anonimato a quien piensa distinto.
Los hay ultrakirchneristas (para quienes, por ejemplo, la inseguridad en la Argentina no es un problema real sólo porque “en el norte de México es peor”).
Los hay ultrafachos (quienes esperan babeantes, por ejemplo, que llegue la hora de los “fusilamientos” para los “tiranos KK” y sus seguidores).
En el medio de tanta conchabada y binaria idiotez, hay millones de usuarios genuinos que buscan, en el servicio que ellos pagan de su propio bolsillo, encontrar en la Red las oportunidades de información, formación, creatividad e intercambio que ningún otro soporte les había ofrecido antes con texto, audio y video a la vez, y encima on line.
Estos últimos son la inmensa mayoría y suelen huir en masa de los foros de debate (llaman “forristas” a sus activistas estelares) porque intentan usar Internet de un modo constructivo. Los otros (entre los que militan funcionarios públicos, vale reiterarlo) se maman con In-fernet en la “previa” de una elección presidencial que, si no fuera de puro pico y se diera en la calle como antes, terminaría a los palazos. O peor.
Las consignas de guerra más fresquitas son, de un lado y del otro: “¡Viva Fibertel libre!” y “¡Muera la salvaje Fibertel del monopolio!”. Entre ambos polos de tan embriagado pelotudeo están los mismos genuinos usuarios multitudinarios, ya demasiado habituados a que les quiten sin explicarles jamás a cambio de cuál beneficio.
La decisión oficial de desactivar Fibertel dentro de tres meses acaba de ser la muestra más visible de que, para la lógica kirchnerista, importa más la pelea partidaria que el servicio público.
El Gobierno, como tantas veces antes, pegó antes de pensar. Total después vemo’, papá... Sólo que en este caso, su rentable lucha cuerpo a cuerpo con el Grupo Clarín se topó con unos tres millones de personas (un millón de hogares) deseosas de prever a qué pueden acceder con lo que religiosamente garpan mes a mes.
Es un hecho: a Don Julio De Vido le importa más defender la alianza de su logia política con las compañías telefónicas que la calidad y el precio de los servicios que éstas y otras empresas brindarán para que mejore la calidad de vida. Con la misma lógica se impuso la manoseada Ley de Medios. En el proyecto inicial se permitía que las telcos sumaran la TV tarifada a los servicios de telefonía e Internet que ya brindaban, pero se seguía impidiendo que Clarín y otros multimedios incorporaran a su oferta la telefonía en igualdad de condiciones. Para conseguir los votos requeridos, prohibieron el triple play para todos y listo. Ganaron los K. Y los usuarios de Telefónica, Telecom, Clarín y demás (es decir, los argentinos) perdieron la chance de acceder a más cosas por menos plata en un mercado verdaderamente competitivo con monitoreo estatal.
Ahora insinúan que se viene “Internet para todos”, algo que puede sonar muy lindo (como tampoco está mal, obvio, garantizarles sus netbooks a los estudiantes de todo el país), pero que huele demasiado a campaña y a improvisación, sobre todo si nadie sabe dónde nos meteríamos los 50 mil kilómetros de fibra óptica tendidos por Fibertel.
¡Salú, compañeros!
*Secretario general de redacción. Autor del libro Patria o medios. Usuario particular de Fibertel.

domingo, 4 de julio de 2010

Cuatro bodas y un funeral.


Por Mario Wainfeld
“Porque tanto, tanto que te quiero
que mi amor por ti no morirá jamás”
Juan Carlos Especiale. “Jamás”, zamba.

“No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido”
Soneto atribuido a Juana Inés de la Cruz, para otros anónimo.

“Hemos jurado amarnos hasta la muerte
y, si los muertos aman,
después de muertos, amarnos más”
Benito de Jesús, “Nuestro juramento”, bolero.
Una escena repetida en las transmisiones desde Sudáfrica embronca al cronista. La cámara recorre los rostros de los hinchas de un equipo eliminado, contritos, con llanto. De pronto, los ciudadanos-mediáticos se ven reflejados en las pantallas, se recomponen, sonríen, saludan. Truecan, cual fenicios, su noble padecer por un instante de fama, para corroborar a Andy Warhol. El cronista abomina de esos hinchas sin sangre ni capacidad de sufrimiento. Ayer, hasta donde llegó su mirada (quizás obnubilada por motivos de conocimiento público), los hinchas argentinos no recayeron en esa debilidad de carácter. La derrota, la eliminación en un mundial por antonomasia, es un trance de duelo. Es hora, lo saben las tías añosas y los terapeutas, de dar rienda suelta a las lágrimas, de “elaborarlo”, esto es, de vivirlo.
Diego Maradona lo patentizó en la conferencia de prensa, máxime cuando absolvió a Lio Messi de suspicacias sobre su compromiso. Dio testimonio: el pibe lloró, tiene corazón, sufrió. Esa es la misión en estas horas, ayer y hoy. Minga de atenuantes o tecnicismos.
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Argentina perdió en su ley, cambiando golpe por golpe. Ayer le tocó cobrar, de lo lindo. Un gol es mucho en fútbol, todos los cuartos de final estuvieron sobredeterminados por uno conseguido o perdido: Brasil se fue a pique con uno en contra, Ghana perdió un penal sobre la hora, Paraguay dilapidó el suyo, Alemania entró ganando a la cancha. Todo fue cuesta arriba para la selección que vaciló veinte minutos y luego lidió a la par hasta que llegó el segundo. Después siguió yendo obcecadamente al ataque, cuando era patente que tenía más posibilidad de ser goleado que de descontar. Al cronista le recordó la pelea de Ringo Bonavena contra Cassius Clay. Bonavena, un boxeador discreto pero valiente, le sostuvo quince rounds al enorme Mohamed Alí. En el último, el negro lo tiró; tres caídas determinaban knock out técnico. En vez de escurrirse, de abrazarlo, Bonavena seguía yendo a buscarlo..., cayó tres veces nomás. Y quedó ídolo para siempre.
Hay algo estimable, para el público criollo, en eso de “morir con la nuestra”. De ahí que el cronista intuya que no hubo grandes denuestos contra el equipo, que jugó su peor partido, el único sin hacer goles y se fue con la canasta llena. Deportivamente, eliminación en cuartos es medio pelo, igual la tristeza prevaleció sobre la bronca.
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Messi no fracasó pero tampoco descolló. Jugó de mayor a menor, en el decurso de los partidos. Es un ciclo desaconsejable, mejor hacer como Kempes y Maradona en 1978 y 1986: crecieron tras la ronda inicial. El pibe se fue sin hacer un gol, literalmente hasta le falló el tiro del final, en el último segundo de descuento. Página/12 evocó otra escena, otro déjà vu. Ocurrió en la eliminatoria del Mundial del ’70, el protagonista fue Toscano Rendo, un petiso mediocampista de clase que jugó en Huracán y San Lorenzo. Argentina perdía con Perú 2 a 1, en una Bombonera colmada y sólo le valía ganar para llegar a México. Rendo hizo un golazo cuando el partido agonizaba, gambeteó a la mitad de la población de Lima, incluida la Flor de la Canela. La cancha mantuvo su silencio sepulcral, apenas unos aplausos apagados. La derrota lacera, nada consuela en esos trances, pero el cronista clama al cielo. ¿Qué les costaba a los Hados darle ese analgésico a Messi? Fue un día aciago, dato no menor.
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Messi, Carlos Tevez, el Pipita Higuaín, Di María (clon de Kafka si los hay) son, entre otros, jugadores jóvenes de gran nivel y temple que tienen por delante dos mundiales, casi seguro. No vuelven machucados ante la hinchada porque jugaron a más y “dejaron todo”. Hasta el pibe Otamendi, que tuvo una jornada aciaga, tendrá oportunidad de revancha. Una gran pregunta es cómo quedará la relación de Maradona con el público. El cronista estaba convencido de que un éxito fulgurante de Messi no lo desplazaría de su lugar en el Olimpo, el tipo lo tiene escriturado. También sospecha que la caída, dura de digerir, no erosionará la idolatría. De ahí las citas que encabezan esta nota que hablan de la incondicionalidad de ciertos amores, escasos por cierto en la vida común. En el fútbol, un universo de fantasía, pueden ser más habituales. Las camisetas se adoran desde la cuna al cementerio, más que las banderías políticas, los cónyuges o ciertas escuelas de cine.
Una gran parte del pueblo lo seguirá adorando, en sus aciertos y en sus fracasos. El cronista lo viene viendo, con más variantes, desde el pie. Se enamoró a primera vista, en la final de un campeonato Evita, en la cancha de Racing en 1974, cuando lo vivó sin conocer su nombre. Por un rato largo, hincha de River él, iba a ver a Argentinos Juniors entre semana, para llenarse la panza de fútbol. Fue la cancha de Boca cuando Diego debutó en la Selección, una goleada contra Hungría en la que no descolló, tendría 16 años. Tocó el cielo en México ’86 y lo conmovió su sacrificio pleno de calidad en Italia ’90. Se enojó cuando la efedrina, y la eliminación en Estados Unidos le pareció una irresponsabilidad. Lo sufrió (y admiró masoquistamente) en su paso por Boca. Ahora, no quería que fuera técnico de la selección. Creyó que no calzaba para ese rol. Se puso de su lado en el Mundial porque Maradona armó un plantel con los mejores, casi indiscutible, porque se implicó hasta los huesos, porque se dedicó a motivar y arropar a sus jugadores. Y porque, ya en la gramilla la celeste y blanca, hay que hinchar sin desmayos.
Maradona fue un motivador, se transfiguró en un jugador más, sólo tuvo gestos de protección para sus muchachos. Ayer sufrió como cualquier hincha y es decir. Los cinco partidos fueron lindos, dignos de ser vistos, las cuatro bodas y el funeral. Fue bello mientras duró. Además, la gran masa del pueblo lo quería ahí, como DT, para sublimar que es imposible que entre a jugar. ¿Se puede equivocar el pueblo? Y, en el hipotético caso de respuesta afirmativa, ¿no corresponde democráticamente honrar sus demandas, hacerse cargo colectivamente de las consecuencias y tirar buenas ondas? Dilemas profundos de filosofía política, inadecuados para este domingo recontra de agua, sin fútbol y con cuatro pepinos alemanes atragantados.
En esta hora transida, con la sensibilidad a flor de piel, corresponde aplaudir de pie a los jugadores y a Diego, que pusieron lo mejor de sí, ganando y perdiendo con buenas artes, sin fingir, sin llorar, sin arrugar.
Ya que estamos, un sapucai para los paraguayos, duros de matar. Y aguante la Celeste, única sobreviviente del Mercosur que mayormente sucumbió ante países en crisis, acaso urgidos por una compensación futbolera.

sábado, 5 de junio de 2010

El marica.




Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: “adiós los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

—Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.

—Soltame —dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.

Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:

—Sabés, te admiro.

No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.

—Es un marica.

—Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

—Por algo lo cuidás tanto…

Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta —uno también elige—, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.

—César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.

—¿Con los muchachos?…

—Sí. Qué tiene.

—Y bueno, vamos.

Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.

—Abelardo, vos lo sabías.

—Callate y entrá.

—¡Lo sabías!

—Entrá, te digo.

El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.

El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.

—Debe estar sucia.

Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.

Nos guiñó un ojo.

—Pasa vos, Cacho.

—No, yo no. Yo después.

Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Si, esa era la impresión que yo tenía.

Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.

—¿Dónde está César?

No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el alemán —un ademán que pudo ser idéntico al del negro— se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.

—Vos también te asustaste, pibe.

Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.

—Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.

—Agarró pa ayá —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.

Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.

—Lo sabías.

—Volvé.

—No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.

—Volvé, ¡Animal!

—Por Dios que no puedo.

—Volvé o te llevo a patadas en el culo.

La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.

—Bruto —dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.

Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.

Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:

—Maricón. Maricón de mierda.

Y después lo grité.

Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.

Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros.

Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

ABELARDO CASTILLO

viernes, 2 de abril de 2010

Por cortesía.




Cerca del puerto de Nueva Tiro, en la antigüedad clásica, había una taberna en donde se auspiciaba la embriaguez de los extranjeros para apresarlos y entregarlos a los piratas, que los vendían luego como esclavos en el sur de Italia. La codicia de los propietarios los condujo a ampliar las capturas, de modo que fueron abolidos los requisitos del alcohol y el nacimiento lejano. Así, se procedía a esclavizar directamente a todo el que entraba. Ante ese trato descomedido, la gente dejó de ir.
Del libro Bar del Infierno de Alejandro Dolina.

El rumor se instaló en la ciudad el año pasado, tomó fuerza, se trató y se consultó; hubo acuerdo y el murmullo consistente se transformó en noticia. A saber: El presidente de la Asociación de Gastronómicos de Santa Fe confirmó que el 5 de abril se pondrá en marcha la iniciativa de entregarles un “bono de cortesía” a las personas que consuman alcohol para que regresen a sus domicilios particulares en taxi.
Menos mal.


Los creadores del nuevo LP (aclaramos que no significa esta sigla Long Play sino que nos referimos al Liso Perfecto), están de parabienes y no hay mejor ocasión para festejar este empuje empresarial que detallar, desde su página Web, en folleto explicativo cómo debe usted servir un LP siguiendo el instructivo en tres pasos. Por favor no se lo pierdan. Reconforta la manera de educar ciudadanos para que interpreten el origen del cuerpo y el alma de la bebida fermentada que no es otra cosa que la mezcla entre cebada, malta y lúpulo.

Siendo su principal objeto calmar la sed, el consumo de ciertas bebidas, especialmente espirituosas, ha estado con no poca frecuencia vinculado a la celebración de rituales de carácter religioso, siendo su consumo hoy en día, quizá a modo de reminiscencia de aquellos ritos, muy frecuente en encuentros sociales y celebraciones.

El reintegro de los cupones estará a cargo de un siempre listo taximetrero que tendrá el honor y la delicadeza de depositar cadáveres en sus domicilios correspondientes, o al menos que nos ayude a encontrar la cerradura.

Como todo bono o ticket nace de un talón, es lógico pensar en una analogía que describe una situación que alguien nos contó o leímos acompañados por un pésimo licor.
Tiene su antiguo origen en un poema incompleto escrito por Estacio en el siglo I, que contiene una versión del mito del nacimiento de Aquiles. Cuando Aquiles nació su madre intentó hacerlo inmortal sumergiéndolo en un río .Sin embargo, lo sostuvo por el talón derecho para sumergirlo en la corriente, por lo que ese preciso punto de su cuerpo quedó vulnerable, siendo la única zona en la que Aquiles podía ser herido en batalla. No está claro si esta versión del mito se conocía anteriormente, aunque permite introducirnos a la siguiente zona endeble. Lo cierto es que lo matan a Aquiles clavándole una flecha envenenada en el cupón, digo…en el talón.

El tachero nos sujetará del mismo antes de ahogarnos en LP y seremos inmortales aunque sensibles en nuestro malgastado bono de cortesía.
En medio de empujones y estampidas los seres obnubilados suelen equivocarse de puertas y con toda frecuencia declaran ante los medios con claro acto de cinismo, perdón civismo: “También se está terminando la confección de los tickets para entregar, con la publicidad de las bodegas”.

El excelentísimo presidente comunal apoya y comparte el ánimo y la decisión de la razón, que se oculta detrás de estos concluyentes. Posee la razón implícita. En su nuevo acto de urbanidad juega a las escondidas con ella, no la encuentra y ésta a veces lo sorprende al grito de ¡Piedra libre para todos mis correligionarios!!!

Mientras el bono no da vuelto, se argumentan las opiniones positivas en clara amabilidad ya que insisten: “no es una iniciativa para que se consuma más, sino para que se consuma lo normal… sólo participarán las empresas que se encuentren al día”. ¿Será por eso que los empresarios comenzaron a averiguar cómo regularizar su situación en relación a las deudas con la Municipalidad?.

Pese a todo, acá nomás en un antro, nadie parece advertir estas confusiones o nadie se molesta por corregirlas, y las nuevas parejitas demoran el vaso haciendo suyos pasados ajenos.

Un brindis por cortesía.

miércoles, 27 de enero de 2010

Unidos o dominados.


...los escritores y artistas constituyen, al menos desde la época romántica, una fracción dominada de la clase dominante, necesariamente inclinada, en razón de la ambigüedad estructural de su posición en la estructura de la clase dominante, a mantener una relación ambivalente, tanto con las fracciones dominantes de la clase dominante ('los burgueses') como con las clases dominadas ('el pueblo'), y a formar una imagen ambigua de su posición en la sociedad y de su función social.
Pierre BOURDIEU, Intelectuales, Política, Poder.

En el canasto de la desconfianza se encuentran, allá en el fondo y acurrucados, la Iglesia, el desencanto de la Justicia, la contrariedad de los periodistas, la irritación de la Policía. Así y en cualquier orden. ¿Qué nos queda? ¿Quiénes? Los intelectuales señores.
Por eso creemos y estamos ilusionados de que lo que a continuación se observa, sólo se trate de una contienda de estación, y que perdure lo que tarde en llegar el otoño.
Los debates entre eruditos, ilustrados, investigadores, pensadores enseñados y “malenseñados”; en fin, porfías matriculadas por intelectuales, periodistas y escritores constituyen un verdadero jardín de tierra fértil donde brota permanente el tallo de la acción y el pensamiento. Dentro de hibridaciones problemáticas, eslabonamientos y discontinuidades; como muestra perezosa nos acordamos del Che, quien hizo lo que dijo y dijo lo que pensó, hallamos discursos académicos y otros de cuento conocido cuyos contenidos no escapan de la meseta baladí y estúpida tornándose en elogio de la chicana.
Salivando sus destrezas y habilidades o borrando de un plumazo sus identificaciones partidarias como si lectores o televidentes los eligieran por dichas pequeñeces que desvían el discurso e insultan al observador.
José Pablo Feinmann: “…Pensemos en la cantidad de libros que han salido para arrojar material defecatorio, excremental, estiercolero, sobre la figura de ‘los K’. ¿Qué son, qué buscan? Ventas rápidas, trepar en las listas de best sellers. Son libros-cacerola. Hay, todavía, una clase media que se los devora. El libro anti K se ha transformado en un libro de autoayuda. Permite a la Mesa de Enlace, a los garcas de todo tipo, a la ‘oposición’ y a toda la inmensa clase media teflonera tener enhiestas sus esperanzas destituyentes…”
No tardaron en contestar Luis Majul y Edi Zunino: “…El filósofo kirchnerista José Pablo Feinmann parece estar muy, pero muy enojado, más bien exasperado, con quienes, últimamente, publicamos libros en los que se critica desde distintos puntos de vista a sus jefes políticos…”
“… de todos los chupamedias del poder, los que más me repugnan son los que usan su inteligencia para justificar lo injustificable. Son los peores. Los compran con un programa de TV o con una palmadita oficial en la espalda, el toque justo para engordar su enorme ego…”
Así las cosas. Pero ¿cuál es la distancia adecuada que el discurso crítico debe establecer con la sociedad a la que se dirige? Michael Walzer trata de encontrar la respuesta: “la distancia adecuada es la distancia media, ni tan crítica de la sociedad como para que ella no se reconozca, ni tan próxima como para que el momento crítico se mezcle en el sentido común hasta desaparecer”.
Allí entra en juego el sentido común de algunos políticos, de bigotes prominentes por ejemplo, como frase hecha que produce un efecto de verdad, con esa oratoria donde reinan argumentos simplistas; un elogio constante del sentido común que se transforma en antipensamiento.
Por eso, sin orden jerárquico, el pensamiento crítico mantiene una relación con la política aunque se peleen por ganarse la sociedad por sus propios medios. Porque el populismo y la demagogia se hacen carne en este ciclo, entonces alejarse de ello sería un buen comienzo; alejarse de connotaciones peyorativas que rodean la Casa rosada
En este tanteo surge una pregunta: ¿Por qué al filósofo se lo lee o escucha? Diferentes respuestas se pueden encontrar, quizás todas rondando las ideas de intérpretes de la realidad, de comunicación clara y ejemplificadota, su didáctica a la hora de exponer un tema complejo, su sabiduría y la capacidad para explicar una cuestión desde su sapiencia y otras tantas. Por lo tanto pertenecer a esa elite significa descartar intereses oficialistas, por lo menos. Esa incompatibilidad pone en foco a colocar al Gobierno en caja, centrarlo, marcándole coordenadas si hacen falta en pos del sistema democrático; juzgado así por sus quehaceres.
A cada instante asoma la necesidad de su arbitraje sabio y en este tiempo tal vez, aparece como más urgente.
Pensamos así, no depender de sus colores partidarios, ni futbolísticos, tampoco si les gusta la sidra o el champán; ahora bien, en la actualidad asistimos a riñas fruto de exceso de sobremesa. A ver si aparece, entre tantas nubes de sinrazón, la grieta que en algún modo consiste en el ejercicio de la inteligencia antes que ninguna otra cosa.
¿Nos salvará dicha inteligencia y el concreto de las acciones? ¿Deberíamos abandonar las revoluciones emblemáticas hechas de símbolos, de banderas, de honores ofendidos y de carteras Lui Buitton? Sin embargo entendemos que no es a la vida rumbosa y hasta un poco grotesca de nuestros pensadores a lo que nos debemos oponer, sino a las acciones políticas pertinaces y continuadas a través del tiempo por nuestras tutelas que producen resultados que a la vista se perciben. Lejos de intervenir ciertamente nuestros intelectuales en el quehacer social y político, consumen sus energías en contiendas que se desvanecen con la misma celeridad con la que emanan su tinta.
Nos negamos a creer que todo se hace, dice y piensa debajo de una bandera política.
Es inaceptable pensar en la posibilidad de contratación de un pensador por parte de un medio masivo por su afiliación partidaria o no. Sino a lo mejor por sus caudales culturales formativos e instructivos. Así se vuelven virtuosos e irreprochables, porque que de eso dan cuenta ante lectores y oyentes.
Nos preocupa de esta manera el papel de los intelectuales en momentos de desarticulización social e institucional con la profundización de marcas de violencia simbólica y material, pasadas y presentes.
¿Acaso no son ellos los que nos dan la llave para que abramos la puerta del pensamiento y desencantarnos o convencernos de acertijos banales?
No son presentadores de noticieros. No salen noticias todos los días. No se escribe un libro todos los días. Cuando tengan algo para decir, entonces ahí tal vez pongamos nuestras manos detrás de la oreja y no tapando nuestra visión. Pero sí, leemos y escuchamos noticias todos los días. En ese momento nace la confusión.
Desde cuánto los intelectuales necesitan pantalla o best sellers? Ahorrarse un autógrafo en las Brótolas o en la Bristol se convertirá en lo más cercano a la decencia. Proponemos juntar firmas para que vuelva, perseguidos por una obsesión, alguna noche de insomnio cuando se creían solos en el Universo preguntándose: “¿dónde van las cosas que se pierden?”. Quizás encuentren allí la sensibilidad perdida hace rato.
Y después de 3.258 mates quizás vuelvan a recuperar la esperanza de quienes aún permanecemos absortos e incrédulos.

lunes, 18 de enero de 2010

Best sellers: José Pablo de la gente.


Utilizar el espacio de un diario, por más Perfil que sea, para defender libros escritos por uno anteponiéndose a si a los dichos de Feinmann es por lo menos un acto que llama la atención. Aguinis con su autoayuda, Luisito con su “Dueño de nada” que parece más un tema del Puma Rodríguez que literatura de verano ( …dueño de ti, dueño de qué, dueño de nada, un arlequín que hace temblar hasta tu alma, dueño de la aire y del reflejo de la luna con el agua…).
Uno elige un medio para informarse, contrastarlo con otro y sacar conclusiones propias.
Esto de ¨periodismo para periodistas¨ o ¨escritores para escritores¨ creo que es para otro lugar. Hacerla corta, se le manda una carta documento o se toma un café con él o se le rompe el culo a patadas. Para peleas mediáticas me sigo quedando con Intrusos.

En definitiva lo mejor que tiene Feinmann es su don de docencia, su capacidad de definir el peronismo como nadie y aquella “Sangre derramada” asi que tan solo por eso sigue siendo, aún de correr riesgo de incompatibilidad con su profesión (porque el periodismo se puede codear con el poder, pero de ahí a darle la mano)el José Pablo de la gente. Igual preferimos desde este espacio a la señora gorda de Encuentro hablando de Heidegger y no a su malandra tocayo de c5n. Claro.
A continuación reproduzco, luego leo comentarios. Igual Zunino no suele pifiarle tanto.

Edi Zunino para Perfil.
En cualquier barrio de clase baja, media o alta de cualquier parte de Iberoamérica, cualquiera sabe lo que significa mierda. Ya ni siquiera la Real Academia la considera una mala palabra y hasta se rumorea por ahí que pisarla trae buena suerte, aunque en este caso tiendo a suponer que dicha superstición fue inventada para consuelo de desprevenidos gilastrunes. La mierda de veras; es decir, el sustantivo mierda, suele volverse adjetivo cuando cualquiera busca desacreditar a personas o cosas que le caen verdaderamente mal, al punto de sacarlo de las casillas. Nadie llega a decir que tal tipo o tal producto es una mierda sin cierto nivel de enojo. Ni qué hablar si se sobreadjetiva el calificativo anteponiéndole la apelación “reverenda...”. Ya el enojo se habrá convertido en furia.
El filósofo kirchnerista José Pablo Feinmann parece estar muy, pero muy enojado, más bien exasperado, con quienes, últimamente, publicamos libros en los que se critica desde distintos puntos de vista a sus jefes políticos. Los considera una mierda, aunque ningún intelectual de fuste se permitiría utilizar ese término soez para expresar sus sentimientos. Escribió Feinmann en su habitual columna de contratapa en el diario paraestatal Página/12, el domingo pasado:
“Pensemos en la cantidad de libros que han salido para arrojar material defecatorio, excremental, estiercolero, sobre la figura de ‘los K’. Uno de Marcos Aguinis (Pobre patria mía), otro de Luis Majul (El dueño), enseguida uno de un periodista de PERFIL, Edi Zunino (Patria o medios), antes uno del infaltable Joaquín Morales Solá (Los Kirchner)...”.
Queda confirmadísimo que Feinmann tiene clase para decir mierda. Al menos, la suficiente como para dar por hecho que, antes de meter todo dentro de la misma bolsa infecta, leyó con detenimiento los objetos de su análisis clínico de tanta materia fecal. En el próximo párrafo llega la sorpresa:
“No han incurrido en esta modalidad –se lamenta José Pablo– ni Natalio Botana, ni Santiago Kovadloff, ni Beatriz Sarlo ni Tulio Halperín Donghi ni Carlos Altamirano, por citar sólo algunos que uno habría leído con cierta atención.”
Los estudiantes de Filosofía y los televidentes de Feinmann en sus programas de los canales estatales 7 y Encuentro ya saben que no hace falta leer (o hacerlo “con cierta atención”) antes de criticar algo.
Sigue adelante nuestro pensador oficial:
“Son periodistas con un tufillo aventurero. Gente que no ha demostrado talento ensayístico ni atesorado prestigio intelectual. ¿Qué son, qué buscan? Ventas rápidas, trepar en las listas de best sellers. Son libros-cacerola. Hay, todavía, una clase media que se los devora. (...) El libro anti K se ha transformado en un libro de autoayuda. Permite a la Mesa de Enlace, a los garcas de todo tipo, a la ‘oposición’ y a toda la inmensa clase media teflonera tener enhiestas sus esperanzas destituyentes (...) creyendo que llegará el día en que los ‘terroristas que nos gobiernan’ serán destituidos...”.
Pasando por alto el elitismo de Feinmann (quien sólo se muestra dispuesto a leer, y con todo derecho, lo que escriben sus pares académicos) y la tramposa idea de que él jamás escribió libros para que se vendan, me queda la esperanza de que la reciente despenalización del antiguo delito de calumnias e injurias no haya sido impulsada por el Gobierno para que sus acólitos puedan acusar de cualquier cosa a cualquiera. Prefiero seguir pensando que, pese al oportunismo con que se la tomó, la decisión fue correcta. Como tantos otros periodistas, en los 90 (cuando a Feinmann le encantaban los libros periodísticos) supe lo molesto e indignante que es andar pintándose los dedos en los Tribunales, acusado de delincuente por el poder de turno.
Llevando su oficialitis al límite de las convulsiones, dice Feinmann:
“Al fin y al cabo, es cierto que hay corrupción en este Gobierno. Sólo que lo que nos espera con el horrible fascismo que está armándose es mucho, pero mucho peor.”
Bingo. El filósofo preferido de Néstor y Cristina acaba de disminuir el noventista axioma de “roban pero hacen” a una especie de “roban pero piensan como yo”.
Apenas leí la nota por Internet, llamé a un gran amigo mío que lo fue de Feinmann, para tratar de entender semejante ofuscación.
—Están preocupados, Edi. Los contratos en la tele son muy buenos y tienen miedo de que se les corte el chorro.
—No, yo no puedo creer que todos los monos bailen por la plata.
—Es cierto. No todos bailan. Algunos, a veces, cantan –me dijo mi amigo, ex amigo de Feinmann.
Había leído la contratapa de Página/12 inmediatamente después de mandarle un mail a Marcos Aguinis, para agradecerle su “exagerada generosidad” al considerar, en una reseña publicada un día antes en la revista cultural de La Nación, que mi libro “es fruto de una apasionada investigación periodística, pero también de un talento narrativo admirable”. Nunca compartimos siquiera un apretón de manos con Aguinis. Somos de generaciones e ideas distintas. Vamos a cumpleaños diferentes, digamos. Pero nobleza obliga.
Cuento esto sólo para que nuestro afilado filósofo quede tranquilo con su conciencia y, desde su nerviosa y momentánea pequeñez (ya vendrán tiempos mejores, tal vez algún día trabajemos juntos), dé por confirmado que soy de derecha. Siempre lo fui, José Pablo. Hice mis primeras armas repartiendo por los kioscos la revista Retruco, vestido a veces de colimba. Era el 82. Uno todavía podía ir en cana por eso. Después me metí unos años en el Partido Comunista (soy el mismo que figura último en la lista de La Fede, el reciente libro de Isidoro Gilbert). En el 83, cometí el error de votar con disciplina a Hermino Iglesias. Y en las útimas, lo hice por Cristina.
Igual que vos, pero sin carné.